Cada día echo un vistazo a ver si alguien quiere venir a por mí. Miro por la terraza aquí y allá y escudriño cada uno de los coches por si acaso mi futuro dueño ha preferido no venir a pie.
Pero no hay manera.
El resto del tiempo lo paso tumbado en mi cama dentro de casa porque me da un miedo atroz estar solito en la terraza. El ruido de la vida de fuera me recuerda a la temporada que dormía sin techo y, ante eso, prefiero mi encierro voluntario.
Paso gran parte del día solo porque quien me acoge no tiene más remedio que trabajar casi diez horas cada día. Y, mientras tanto, me dedico a soñar que tengo un compañero de cuatro patas que me hace el día más corto o que puedo correr por un jardín de esos verdes olisqueando la hierba.